Alfabetismo y consumo de papel

El mito de identificar alfabetismo y consumo de papel

El escenario actual, en el que la mayoría de los países se han convertido en meros mercados para un grupo crecientemente reducido de poderosas empresas que se los reparten y mantienen una red de vinculaciones comerciales –para las cuales desean cada vez más “vía libre”–, se ha fabricado también con lenguaje y la introducción de conceptos que se imponen como verdades.

Es así que en el tema del papel y su imposición como producto de consumo creciente, se ha utilizado también el lenguaje para crear una engañosa identificación entre consumo de papel y alfabetismo, implicando que se requiere más papel (y por ende más plantaciones para alimentar a más plantas de celulosa) para abastecer con material de lectura y escritura a poblaciones crecientemente alfabetas.

La falsedad de tal simplificación se demuestra con la simple comparación de cifras de alfabetismo y consumo anual per capita de papel y cartón, usando a la FAO y al Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) como fuentes de información (cifras del año 2000). En la siguiente lista hemos seleccionado a algunos países con elevado índice de alfabetismo para poder analizar el tema, pero se puede recurrir a las fuentes mencionadas al final del artículo para ver que la situación se repite en prácticamente todos los países del mundo.

País Tasa de alfabetismo Consumo per capita (Kgs.)
Finlandia 99% 430,02
Estados Unidos 99% 330,80
Suecia 99% 279,68
Canadá 99% 263,30
Japón 99% 250,40
Francia 99% 191,.75
Chile 95,8% 52,82
Sudáfrica 85,3% 40,54
Brasil 85,2% 37,97
Tailandia 95,5% 30,81
Indonesia 86,9% 20,86
Kenia 82,4% 4,91
Vietnam 93,4% 4,23

De lo anterior surge claramente que países del Norte con idéntico índice de alfabetismo (99%) muestran consumos muy dispares de papel y cartón, en tanto que países del Sur, con niveles altos de población alfabeta consumen menos o mucho menos que los primeros. Dicha situación no se correlaciona con necesidades insatisfechas de papel, sino con un consumo dilapidador de papel –particularmente en el Norte- que nada tiene que ver con la satisfacción de las necesidades humanas. En suma, el argumento de que se necesita más papel para una creciente población alfabeta no es más que uno de los tantos engaños inventados para justificar el lucro del sector productor de celulosa y papel. No hay “hambre” de papel: hay un inmenso derroche.

Fuente: Boletín Nº 83 del WRM, junio de 2004

Libros de texto, comercios y subsidios: la renegociación del consumo de papel

Por: Larry Lohmann

Ashis Nandy, el psicólogo y crítico social indio, definió en una oportunidad al progreso como “crecimiento en la conciencia de la opresión”.

Lo que quiso señalar, en parte, es que tenemos suerte de que gracias al auge de los movimientos feministas, hoy somos más concientes que antes de las formas en que se explota a la mujer, que gracias a la lucha contra el racismo tenemos más claras las muchas formas de opresión que existen; y gracias a las muchas horas de estudio en las bibliotecas de los académicos progresistas, estamos en condiciones de comprender mejor la explotación económica.

¿Y quién puede negar que el consumo de papel –materiales escritos, libros – ha sido parte importante en este proceso?

¿Pero debemos concluir por esto que se puede equiparar el consumo de papel con el progreso?

En el mundo de hoy, es imposible siquiera equiparar el consumo de papel con la alfabetización; menos aún con el progreso. Los ciudadanos de los EE.UU. consumen actualmente 1,7 veces más papel per cápita que los británicos, cuatro veces más que los malayos y 83 veces más que los indios. ¿Significa que son 83 veces más instruidos que los ciudadanos de la India, 4 veces más instruidos que los malayos y 1,7 veces más instruidos que los británicos? Consideremos otro ejemplo, el incremento en un año en el consumo per cápita de papel en Suecia entre 1993 y 1994, fue el doble del total (!) del consumo per cápita en Indonesia.

Esto sugiere que para comprender realmente el fenómeno de consumo de papel, es necesario examinar para qué se usa, y las luchas de poder a partir de las cuales se generan los actuales patrones de consumo.

Hace dos siglos, se inventó en Francia la máquina moderna de manufactura del papel – como lo señalara su propio inventor, no para satisfacer la necesidad de niños que clamaban por libros de texto, sino para quitarles poder a los artesanos del papel en épocas de conflictos en este sector, y trasladarlo a los financiadores y administradores de las maquinarias. No fue sino hasta un siglo después, cuando se inventaron las pulpas en base a madera que se inauguró la era del papel barato; el consumo comenzó entonces a despegar y surgieron muchos de los usos del papel que conocemos actualmente. Fue también en ese momento en que la industria productora de papel comenzó a desarrollar su dinámica actual de crecimiento permanente, de intensidad de capital, de manejo forestal industrial a gran escala y de ciclos recurrentes de exceso de capacidad. Atrapada por esta dinámica, la industria ha estado constantemente afectada por lo que David Clark, un industrial papelero europeo, denominara recientemente la “necesidad de crear nuestro propio crecimiento y estimular la demanda”.

Afortunadamente para la industria, un grupo de actores poderosos, que tienen sus propias agendas políticas y económicas, ha estado permanentemente dándole una mano.

Durante el siglo pasado, por ejemplo, los fabricantes de alimentos, jabón, medicamentos y otros artículos han estado constantemente desarrollando y redesarrollando una invención notable: el moderno empaque de papel o cartón.

Una de las consecuencias resultantes del empaquetado fue eliminar personal en los comercios, que, en opinión de muchos fabricantes, constituía un obstáculo entre ellos y los potenciales consumidores. Si no necesitamos pedirle a un dependiente que nos alcance algo, sino que simplemente podemos tomar un paquete de la góndola y pagarlo en la caja, la compra resulta, en general, mucho más fácil. El empaque de papel, con su colorida publicidad incorporada, también hizo posible una explosión en la compra “impulsiva”: la compra de artículos que no sabíamos que queríamos hasta que los vemos.

No es de extrañarse, por tanto, que durante el siglo XX, los comercios hayan sido progresivamente remplazados por depósitos de paquetes coloridos, envueltos individualmente, que contienen su propia publicidad y cuyo reaprovisionamiento se realiza en forma constante gracias al transporte de larga distancia, para lo cual se usa, además, otros tipos de empaque de papel. El nuevo tipo de consumo estimulado por los supermercados, retroalimentó, por supuesto, una demanda mayor de empaques de papel.

Hoy, el mayor uso de papel –más del 40 por ciento de la producción– no está destinado a libros o periódicos, ni para cuadernos de apuntes de escolares, ni para hacer posible los estudios de estudiantes universitarios indigentes, sino para empaques y envoltorios. Una proporción creciente del resto se dedica a publicidad, catálogos de órdenes por correo, correo chatarra, pañales descartables y papel para computadoras. Incluso en el Sur, donde existe una escasez de materiales de lectura y escritura, el foco principal de comercialización de papel no está dirigido a los artículos de apoyo a los programas de alfabetización, sino a los pañales y pañuelos descartables, y otros usos similares.

Otra parte de la construcción de la demanda de papel ha consistido simplemente en ocultar los efectos de la producción. Haciendo todo lo posible que las personas afectadas por las plantaciones de monocultivos establecidas para alimentar las industrias de celulosa y papel no sean vecinos de los consumidores y que no tengan forma de contactarlos o influenciarlos (haciéndoles repensar el tema de la fabricación de papel y los subsidios a esa producción), la industria se asegura que fabricantes y consumidores tengan menos reparos al aumento en el uso del papel.

Aprovechándose de tierras baratas, mano de obra forzada o sumideros de residuos subsidiados por los gobiernos, y además moviendo la producción alrededor del mundo, la industria se asegura precios bajos y el consiguiente crecimiento del consumo. La división entre unos grupos de personas y otros en función del poder, la raza y el género es parte de la esencia misma del consumo.

Es así que cuando comenzó a escasear el suministro de residuos de madera baratos que recibía la industria papelera japonesa del noroeste del Pacífico en EE.UU. debido a la influencia de la oposición ambientalista y la escasez física, esta industria sencillamente expandió sus operaciones en Indonesia, Tailandia, Australia, Papúa Nueva Guinea, Vietnam, Siberia, Fiji, Chile, Brasil, Nueva Zelanda, Hawai, dejando además tras de sí un rastro de destrucción rural y de lucha social en una amplia región del Pacífico.

En breves palabras, la demanda de papel, al igual que la demanda de muchos artículos de consumo, no siempre surge de un deseo preexistente de las personas de satisfacer sus necesidades básicas o incluso de progresar. Tampoco es simplemente una imposición unilateral de las corporaciones y sus asistentes. Se construye como resultado de dos siglos de continuas luchas sociales y lucha de clases, y de maniobras entre muchos grupos diferentes en asuntos tan diversos como la estructura industrial, el acceso a la información, y los significados culturales del tiempo, el trabajo y el ocio.

De esto se desprende que el consumo sufrirá tantos cambios en el futuro como los que ha sufrido en el pasado. No hay ninguna razón que determine que algunos de estos cambios en vez de aumentar el consumo de formas todavía más irracionales y degradantes, no lleven, por el contrario, a que el consumo vuelva a estar bajo control humano.

La cuestión, por supuesto, es cómo lograr esto. En este punto, se deberá transitar distintos caminos. Pero todos ellos necesariamente tendrán que hacer hincapié en las estrechas conexiones que existen entre consumo, producción y política de poder.

Las compañías se involucran en la política cuando trabajan en la gestión del consumo. Poner el consumo bajo un control más democrático también requiere de acción política.

Como mínimo ello implica poner sobre el tapete las conexiones que las corporaciones en general intentan ocultar. Significa abrir canales de información y contacto entre los consumidores y las personas afectadas, que han sido bloqueados por los intereses corporativos y las barreras culturales. Significa ayudar a hacer posible una nueva forma de negociación, más civilizada, entre los consumidores y las personas afectadas para definir aquello que pueda considerarse como consumo razonable –una negociación menos dominada y menos mediada por la industria. Significa imaginar formas de establecer precios que tomen en cuenta los subsidios ocultos destinados a la represión y la violencia ambiental.

En resumen, el consumo es simplemente demasiado importante como para dejárselo a las corporaciones y el consumismo de las personas. Las personas no sólo somos consumidores sino también actores políticos y ciudadanos; y es desde la parte política de nuestra inteligencia que ahora debemos pensar nuevas respuestas.

No es suficiente decir que “si queremos un cambio, la decisión está en nuestras manos como consumidores individuales de alterar nuestros hábitos de compra y liderar nuevos estilos de vida”. Decir esto puede ser una buena forma de hacernos sentir culpables o confundidos. Pero dado que cualquier acción que se inspire en esta premisa posiblemente surja más del sentido de culpa personal que de un aprendizaje, o de la indignación ante la explotación, o de la solidaridad con los que son aplastados, probablemente no sea muy efectiva. ¿Los problemas del consumo comienzan con nosotros como individuos? ¿Y las soluciones dependen solamente de las elecciones que realizamos como consumidores individuales? Pensar así es más probable que nos lleve a querer retirarnos de la sociedad antes que a involucrarnos en sus problemas.

Decir que el consumo de papel puede solucionarse simplemente a través del instrumento directo de pararse frente a la góndola del supermercado y decidir qué marca comprar –o no comprar– es autoengañarnos. Las etiquetas en estos productos pueden solicitarnos que los compremos, pero no pueden decirnos lo que sucederá si los compramos o no los compramos.

No nos permitirán negociar con las personas afectadas por su producción, y, si la agencia de publicidad o la firma de relaciones públicas de la compañía han hecho bien su trabajo, nos ocultarán tanto cuanto sea posible acerca de la historia política de la que surge el producto. Si hay algún problema que requiere de la acción colectiva, precisamente ése el caso de los problemas originados por el consumo moderno. Las recriminaciones del tipo “siéntete mal” sobre el consumo individual probablemente conduzcan solamente a soluciones superficiales del tipo “siéntete bien” y no a una acción social significativa.

En lugar de que los hiperconsumidores del Norte se culpen a sí mismos por haber sido ignorantes de los efectos del consumo, tal vez sea hora de que se unan a otros para desafiar las estructuras que los llevaron a eso. En lugar de dar por sentado que sus intereses son necesariamente opuestos a los de otros que, en tierras lejanas, producen los artículos o materias primas que ellos utilizan, tal vez sea hora de implementar algún proyecto para ver qué luchas en común pueden desarrollar el Norte y el Sur. En lugar de asumir que el consumo creciente de todo lo que está a la vista es nuestro destino biológico, tal vez sea hora de poner en juego más de aquello que Henry James dio en llamar el “uso cívico de la imaginación” para ver qué otros futuros más humanos, podemos llegar a negociar por nosotros mismos.

Fuente: Boletín Nº 83 del WRM, junio de 2004

Deje un comentario

Su e-mail nunca es publicado o compartido. Los campos obligatorios están indicados *

*
*

You may use these HTML tags and attributes: <a href="" title=""> <abbr title=""> <acronym title=""> <b> <blockquote cite=""> <cite> <code> <del datetime=""> <em> <i> <q cite=""> <s> <strike> <strong>